LA GRAN CASA.  De Francisco Bonilla Rey.

 

 

CAPÍTULO I.

¡Dadme algo de comer chavales, por vuestros muertos!

Los dos niños se pararon, uno más prudente, a unos cinco metros del hombre sentado en el suelo apoyado en la tapia de un huerto y cubierto con su capote. El otro, a pesar del aspecto siniestro del individuo, junto a él.

-Dame algo chaval, no puedo más.

-Tome, es lo que tengo.

Y le dió media hogaza de pan y un buen trozo de queso. Para muchas personas de Sevilla era más alimento del que veían en un día.

- Gracias chaval, nunca olvidaré esto ¡qué Dios te lo pague¡

El niño le sonrió y siguió adelante, alcanzó a su compañero y se alejaron por la solitaria calle.

El hombre, mientras avanzaban, observó que iban vestidos con sobrepelliz encarnada, al igual que el bonete y que sobre los hombros reposaba una beca azul. El uniforme de los seises de la catedral, la sonrisa que apareció en su boca hizo que su cara pareciera más peligrosa aún.

 

Eran dos niños de más altura y peso que el normal para los doce años que ambos tenía. Iban solos tan temprano, apenas hacía una hora que había amanecido, porque regresaban de cantar el motete “Clamabat autem” de Pedro Escobar en una misa por el alma de una señora muy rica, en el convento del Dulce Nombre de Jesús.  

Como por ello habían de faltar a la primera colación, en el contrato quedaba fijado que el pagador había de alimentar a los cantorcicos, además de abonarles cinco maravedíes a cada uno. Esa era la razón para que ambos llevasen el pan y el queso.

             - ¿Por qué le has dado la comida?

             - ¿Tú nunca has pasado hambre?

             - No, mi familia tiene tres talleres de mimbre ¿Y tú?

             - Mi hermano pequeño murió hace cuatro años porque no teníamos para                     comer. Por eso vine aquí de mi pueblo, cantaba en la iglesia y fray                           Bernardino de Laredo, un franciscano del convento, me recomendó al                     maestro. Así también ayudaba a mi familia.

              - ¿Por eso estudias tanto?

              - Bueno, quiero ser músico, es un buen oficio, además me encanta.

              - ¡Qué suerte tienes¡ a mí cantar me gusta, pero otras cosas a veces me                     aburren. Pero mi padre quiere que me quede, dice que la familia                             necesita a alguien en el cabildo. Aunque sea un veintenero.

              - Yo me conformaba con ser ministril.

              - ¿Por eso estás aprendiendo a tocar el bajón?

              - Claro, no sé que voz voy a tener cuando dé el cambio. Así por lo menos                    podré seguir haciendo música.

              - Pues ahora tienes la mejor voz de todos.

               - Nos ha salido bien el motete ¿Verdad?

              - La hija se ha puesto a llorar, dice que a su madre le encantaba, por eso                  se lo cantan todos los años en la misa de aniversario. Y vamos a tener                      que correr, por que si no no llegamos a la primera clase.

 

Llegaron a tiempo, entraron por la puerta del Perdón del patio de la catedral y giraron a la derecha, al lado oeste, donde estaban las habitaciones que servían de aulas. En el camino se cruzaron con Diego Gómez, otro seise, quien les habló así:

  • -Pablo, el maestro me ha dicho que hoy ensayas tú con los mayores en la sala de completas, Albodón, tú te vienes conmigo.

Se separaron a la altura de la fuente, donde a esa hora temprana lavaban la fruta alguno de los vendedores y otros, colocaban sus puestos.

Entró al edificio por el postigo de San Leandro y cerró la pesada puerta de madera, el ruido del exterior casi desapareció y solo se escuchaba de lejos las voces de los cantores calentando y haciendo vocalizaciones. Olía a humedad y a tela vieja, como siempre, pero había algo más y tardó demasiado en reconocerlo.

     Avanzó por el pasillo hasta las estrechas escaleras que llevaban a la planta de arriba, tarareando el “Dixit Dominus” que alguien usaba en la segunda planta para hacer ejercicios. 

 

 Al subir el primer tramo de escaleras y torcer a la derecha para tomar el segundo, recibió el primer impacto en la mano, se agachó rápidamente para cubrirse; justo antes de que empezara la lluvia de golpes.

Por el olor supo que eran naranjas del patio lo que le estaban tirando; por la fuerza de los golpes, que unos las arrojaban por jugar, otros para hacer daño; por la voz, que era Ortuño Fox, como siempre, quien daba las órdenes:

-Vámonos- Dijo. Todo acabó.

 

Empezó a llorar nada más notar que se habían ido, se sentó en los escalones y las lágrimas caían sin que él pudiese evitarlo. No por dolor físico, las naranjas estaban maduras y no le hicieron mucho daño,sino por la sensación de orgullo herido, por no saber qué había hecho él para que el cab… de Ortuño, le eligiera siempre a él, por vergüenza de no tener valor suficiente para hacerle lo que tanta veces había soñado; y se sintió como siempre débil, pequeño, derrotado y solo.

 

Arriba, el ensayo al que tenía que haber ido, comenzó. Se trataba de una pieza del maestro Peñalosa canónigo de la Gran Casa y un músico al que Pablo admiraba. Sonaba “Ave verum corpus natum de Maria Virgine”.

 

Cada una de las melodías y el sonido de todas ellas juntas reflejaban el sentido de sus lágrimas. Sentir que, de alguna forma, alguien le entendía, le confortó y consoló. Así cuando, para acabar, cantaron “miserere nobis”, le pidió a Dios eso, que tuviera piedad de él, pero ya sin lágrimas y de pié.

Bajó las escaleras, pues no se atrevía a entrar en el ensayo con la peste a naranjas que llevaba, en el largo pasillo se cruzó con sus agresores que seguían al sacristán de la capilla de San Hermenegildo, seguramente para ayudarle en la limpieza, y este le increpó por la suciedad que llevaba, mientras sus agresores se reían de él a toda voz. Afortunadamente pudo sujetar sus lágrimas hasta que se fueron y estaba a punto de derrumbarse de nuevo, cuando de una puerta próxima salió Cristóbal de Morales, la joya de la escuela, famoso ya en Sevilla a pesar de su juventud, por la calidad de su música y por su voz.

- Anda, no llores ¿Qué te ha pasado?.

Pablo se lo contó, a pesar de su aspecto ceñudo y duro, siempre había sido amable con él. También hablaron de que no era la primera vez y de que la intervención del maestro de capilla, en cuya casa vivía, logró que los otros seises a su cargo no lo hiciesen más. Pero los mozos de coro eran responsabilidad del Chantre y este le había dicho al maestro que eran cosas de chavales, que siempre había sido así y que incluso fortalecía el carácter.

Cristóbal sacudió la cabeza y le contó que él también lo había pasado muy mal hasta que creció, en su caso agravado, pues él era un servidor de Don Rodrigo Ponce de León, Duque de Arcos, y la Gran Casa estaba controlada por los Guzmán, Duques de Medina Sidonia, sus enemigos. Pablo, que desconocía lo que le contaba, comprendió el porqué de su fama de huraño y raro.

-Anda ven conmigo, creo que en mi casa tengo un uniforme de seise que te puede servir mientra te lavan este.

- Gracias, procuraré que no me lo manchen más.

-Tú preocúpate de aprender y de ser mejor músico que ellos, que solo están aquí para buscar contactos y llegar a ser racioneros.

 

 

 

 

 

CAPÍTULO II.

 

     -Todas las veces que un canto va más allá de seis voces, hay que hacer            mudanzas, ya que cuando una voz no puede subir o bajar más hay que            tomar otra igual en entonación a la que es deduccion.

     ¿Lo ha entendido ya?

  • -Sí Fray Juán.

  • -Vale, pues entonces hagamos un pequeño receso hasta la campanadas de tercia.

Poco a poco todos los alumnos abandonaron el aula y bajando las escaleras se perdieron por el edificio, Pablo se quedó asomado a la ventana del primer piso donde estaba y contempló divertido el patio, que a esta hora era la mejor representación de Sevilla que uno podría imaginar. Alguna dignidad del Cabildo que iba de una obligación a otra y que hacía todo lo posible por esquivar mendigos, los vendedores, todos con buen aspecto, el patio de la catedral no tenía productos especialmente baratos, pero sí que eran los preferidos por aquellos que, con dinero para pagarlos, querían algún tipo de garantías. Los clientes, la señora esposa de un Veinticuatro que buscaba un buen perfume para su salón, la ayudante de cocina de una gran familia con el encargo de una determinada combinación de hierbas, escribanos comprando tintas y plumas. Ladrones de diversas especialidades y los barateros que andaban a la caza de clientes desengañados por los precios de algún comercio del patio, para llevarlos a otros de fuera, con ofertas más asequibles. Más allá de las dignidades del Cabildo, o de los Veinticuatro que gobernaban la ciudad, Sevilla era esto, gente que se movía, que trabajaba, que hablaba con los otros sobre la familia, el negocio o la nación, mientras compraba, pesaba el producto, cortaba la pieza o la cargaba en el zurrón. La mayoría razonablemente honrados, respetuosos de las normas y tradiciones. Otros no, marcados por la necesidad o pagando antiguos errores, vivían a costa de los despistes o debilidades de los demás.

Allí, en ese patio lleno de naranjos, en la puerta de la Gran Casa, estaban todos al Sol, que en otras estaciones era duro como un látigo pero ahora era como la caricia de una abuela.

Alguien le golpeó suavemente el hombro, era Albodón, y le dijo:

  • -Eh ¿has terminado?

  • -No, estoy de descanso hasta tercia.

  • -Yo también ¿bajas conmigo? Está el pastelero de La Algaba y tiene -   pestiños.

  • -Jo tío, qué buenos, pero me das un trozo, y más grande que la mierda   que me diste la última vez.

  • -Vale y nos ponemos al Sol. ¡Qué frío he pasado!

  • -En mi clase también, como ya hace bueno no ponen los braseros y las   aulas están heladas.

  • -Seguro que ha sido idea del chantre, mi padre dice que es tan agarrado,   que si algún día le entrase una mosca en la boca no volvería a hablar   para que no se le escapase. Y él lo conoce de unos muebles que nos   encargaron.

 

Volvieron poco después a las clases y ensayos hasta la hora de comer.

Tras el almuerzo, Pablo salió a pasear mientras otros dormían. Como casi siempre salió de las murallas por la puerta de Jerez y remontó el curso del Tagarete que en esta época aún llevaba agua. Se detuvo en un recodo bajo un aliso, que presentaba en las ramas las primeras yemas de las hojas y esperó en silencio, al rato apareció lo que estaba buscando: las noches anteriores escuchó desde su cuarto el canto de un ruiseñor de vuelta de su invernada, quería comprobar si era el mismo que el año anterior había seguido desde su llegada hasta que se fue con sus crías. Allí estaba, no podría saber si era exactamente la misma ave, pero sí comprobó que alguno de su especie estaba reivindicando su territorio de cría desde idéntico sauce. ¡Y cómo sonaba! De cantante a cantante, sentía verdadera envidia de su potencia, de la claridad y limpieza de la emisión del sonido, de su agilidad.

Súbitamente se calló, una voz conocida dijo:

-Hombre, mira quién está aquí- Era Ortuño Fox.- ¿Qué haces tan solito? ¿quizás eres demasiado bueno para venir con nosotros? ¿Acaso eres divino y no estás hecho de barro como los demás mortales?

Pablo no dijo nada, sus músculos se endurecieron y su respiración se hizo más intensa, pero no se movió.

-¿Bien?-Continuó Ortuño.

Mientras se movía en torno a él, bajaron a la orilla siete de los mozos de coro, uno de ellos incluso saltó al otro lado del arroyo. Eran todos varios años mayores que Pablo, hijos de familias pudientes de Sevilla, sin hambre en generaciones y por lo tanto más altos y fuertes.

- ¿No tienes nada que decir? Quien calla otorga entonces. Tíos vamos a   enseñarle al señor Ruíz, que está hecho de barro como nosotros.

Se abalanzaron sobre su víctima como lobos cuatro de los mozos, fácilmente lo agarraron y levantaron por sus extremidades. Pablo se sacudía con toda sus fuerzas, pero no eran suficientes para lograr escapar.

Ortuño se acercó a él, mientras sus compañeros lo sujetaban, con el pulgar y el índice de su mano derecha le agarró la barbilla mientras le sonreía y dijo:

  • -Señores, al barro pues.

  • -¿Por qué no me lo hacéis a mí? Parece divertido. - Dijo un hombre que apareció en el bancal.

De cara huesuda y piel castigada por el Sol y el viento, se apoyaba en una larga vara de madera de olmo como si estuviese cansado, pero su cuerpo delgado no lo parecía. Solo su sonrisa había bastado para asustar a los mozos, cuando avanzó dos pasos los espantó y salieron corriendo.

 


CAPÍTULO III.

 

  • -Te reconocí cuando salías por la Puerta de Jeréz, uno nunca olvida la   cara de quien le salva la vida.- Dijo el hombre.

  • -Yo solo le dí un poco de pan y queso.

  • -Era todo lo que necesitaba y todo lo que tenías.

  • -Vale, pues ya estamos en paz.

  • -Déjame que eso lo decida yo. Entonces ¿los niños esos te molestan   mucho?

  • -Casi todos los días.

  • -¿Y qué dice el maestro del coro?

  • -Él me defiende, en sus clases y en su casa estoy tranquilo, pero fuera los   mozos de coro me atacan, y ellos solo responden al chantre.

  • -Ya, y dice que te busques la vida, que para eso eres un hombre.

  • -Algo así.

  • -¿Y tu familia?

  • -Están en Villaverde, mi pueblo, a un día de Sevilla.

  • -¿ Y tú qué haces?.

Tras un corto silencio, los ojos del niño empezaron a humedecerse y bajó la cabeza.

  • -No te preocupes, tu no tienes la culpa de nada.

  • -Bueno, soy un cobarde.

  • -¿Qué dices?- Dijo el hombre con algo de indignación.

  • -Que tengo mucho miedo y por eso soy un cobarde.

  • -Primero, todo el mundo tiene miedo y segundo los cobardes son ellos ¿no   te atacan en grupo?

  • -Sí.

  • -Pues eso.- Continuó con alegría.- A partir de ahora ya no estás solo, te   voy a enseñar a defenderte, pero tendremos que quedar varias veces a la   semana ¿podrás hacerlo?.

  • -Claro que sí.

  • -A trabajar entonces. Por cierto soy Francisco de Antequera.

 

 

 

CAPÍTULO IV.

 

Lo primero fue evitar el peligro. Para ello tenía que controlar quién lanzaba los ataques, si era uno o había varios. Resultó que además de Ortuño, Medrano y una vez Herrera habían provocado agresiones.

Qué obligaciones tenían. El primero y el último asistían en la Capilla Real, así que trabajaban juntos, Medrano lo hacía en la de la Antigua.

Era necesario que conociese los horarios de entrada y salida de todos. Debía, además, saber dónde vivían.

Le gustó seguirlos, le daba una sensación agradable de poder, aunque tuvo mucho cuidado, si lo descubrían podía ser peligroso, Herrera lo pilló cerca de su casa, por suerte era medio lelo y se tragó la mentira que tenía preparada por consejo de su defensor sobre comprar algo para el ama de la casa del maestro, en una tienda cercana.

De esta forma logró saber cuando podía cada día estar libre de peligro.

Si coincidían, debía permanecer cerca de un adulto, preferiblemente con alguna autoridad en la catedral. Evitaría entrar el último en las aulas o ensayos y nunca llegar tarde o temprano, debía ser masa y confundirse entre ella.

Para el tiempo libre, había también estrategias que seguir:

Ser impredecible, es decir no hacer todos los días lo mismo, a la misma hora y en el mismo lugar.

No seguir la ruta más lógica.

Retrasar los giros hacia nuevas calles para ser imprevisible, volver sobre sus pasos y pararse en tenderetes como si buscase algo, preguntar direcciones, cualquier cosa que le permitiese descubrir si era o no seguido.

En caso de serlo o como medida preventiva, descubrir qué tabernas, tiendas, iglesias o patios tenían más de una salida y usarlas para confundir a sus perseguidores.

A pesar de todo esto, no podía evitar que sus enemigos conociesen sus obligaciones como seise fuera de la catedral, algunas de ellas con camino de ida y vuelta en solitario y en una de esas lo pillaron.

 

 

 

 

 

CAPÍTULO V.

Francisco de Antequera vivía en una habitación en la planta alta de un patio junto a la Torre Blanca de la muralla. Afortunadamente cerca de la Parroquia de San Julián, en los alrededores de la cual, tras cantar “Deo dicamus” con su maestro Don Pedro, había sido atacado por los de siempre.

Esta vez y como los había evitado muchas veces, se ensañaron.

Cojeando y ensangrentado inició el camino a la casa de su defensor. Su uniforme de seise ayudó a que varias personas se apiadaran de él y lo llevasen al patio donde aquél vivía. Francisco salió de su casa y se asomó al patio al oír gritar su nombre. Pidió que subieran al niño por las escaleras y recompensó a quienes lo hicieron con unas monedas, para tomar algo.

Cuando logró sacar a sus vecinos de su habitación preguntó al niño:

  • -¿Cómo ha sido?

  • -Lo hice todo bien, Don Francisco, no ha sido culpa mía.

  • -¡Claro que no, Pablo, claro que no! La culpa la tienen siempre ellos.   Échate aquí, vamos a curarte.

Mientras lo hacía, siguió preguntando:

  • -¿Te defendiste?

  • -Sí, hice algunas de las cosas que hemos estado practicando. Pero aparte   de hacer sangrar por la nariz a Manchón, solo sirvió para enfurecerlos   más.

  • -Es demasiado pronto para que sirvan de algo. Pero que hayas sido capaz   de intentarlo dice mucho sobre tu carácter.

  • -¿Qué demuestra?

  • -Que tienes valor para enfrentarte con ellos aunque sean más. Ahora no   te muevas que esto te va a doler.

El niño animado por estas palabras, no se quejó a pesar de que le estaba curando la cabeza.

Cuando acabó de revisar todas las heridas, le dijo al chaval:

  • -Un fuerte golpe en la cadera, una brecha en la cabeza, el labio roto y te   van a salir bastantes cardenales, nada que un tipo duro como tú no   pueda soportar.

  • -¿Me va a doler mucho?

  • -Ya me lo dirás mañana cuando te levantes. Pero recuerda, ni una queja   delante de ellos, que no piensen que son capaces de vencerte.

  • -Pero ya lo han hecho.

  • -No, si no te rindes. Ahora que ya estás más calmado vuelve a la catedral   y no faltes a las clases. Cuéntaselo también a Don Pedro, aunque no sea   su responsabilidad algo podrá hacer.

  • -¿Y si eso los enfada aún más?

  • -A muchos de ellos no les gustará que alguien del Cabildo les asuste un   poco y dejarán de atacarte. Para los demás tendremos que hacer otra   cosa déjame pensar en algo y te lo digo cuando nos veamos el martes.   Ahora vete que cuando te enfríes te dolerá más.

A pesar de estas palabras no se encontraron hasta un largo tiempo más tarde.

 

 

 

CAPÍTULO VI.

Como no tenía noticias de él, Pablo iba todos los días a casa de Don Francisco. Sentía preocupación por su protector y también por sí mismo, seguía haciendo sus ejercicios de lucha y practicaba los de esgrima con un palo, pero aún no se creía suficientemente preparado, necesitaba a su amigo.

En el camino de vuelta solía pasar junto a unos chavales, en las cercanías del postigo de la Feria, por donde se sacaban buena parte de la basura que la ciudad generaba. Tendrían su misma edad pero estaban más delgados (Pablo había ganado peso desde que ingresó en los seises) y con ropas muy viejas o ausentes.

Por los atillos que llevaban sabía que vivían de rebuscar en la basura cualquier cosa que aún pudiera serle útil a alguien sin dinero para comprarla nueva, además había en esa zona de la ciudad, talleres encargados de arreglar y remozar esteras, mantas, cestas, carretillas, poleas, herrajes…

Solían estar en un huerto abandonado tras el palacio de los marqueses de La Algaba, jugaban a matar moros y él los miraba con envidia, no había jugado así después de dejar su pueblo.

Un día oyó a uno de los chicos decir:

  • -¡Juro por la Virgen de Aguas Santas que me vengaré de ti, perro infiel!

Pablo le preguntó entonces:

  • -¿Eres de Villaverde?

  • -No, de Cantillana ¿por qué lo preguntas?

  • -Has jurado por la Virgen de mi pueblo- y empezó a cantar una Salve que le habían enseñado de pequeño los franciscanos.

Los chavales jamás habían escuchado a nadie hacerlo tan bien, nunca entrarían ni en los palacios ni en las iglesias donde los buenos cantantes actuaban y Pablo era de los mejores.

Cuando acabó, los niños se quedaron un momento en silencio, mientras, Pablo sonreía de satisfacción, le encantaba emocionar al público.

  • -¡La hostia tío!- Dijo el que parecía liderar al grupo.- Cantas del copón,   tío.

  • -Gracias. Solo hay que estudiar mucho.- Dijo Pablo mientras se encogía   de hombros.-

  • -Cántate otra- Le pidió el de Cantillana.

E interpretó una antigua canción juvenil con ligeros toques eróticos, que los estudiantes se enseñaban unos a otros, siempre de espaldas a los maestros, quienes también la habían cantado, por supuesto.

Tras la música, lo invitaron a jugar con ellos y durante una hora no recordó que aún le dolían muchos de sus hematomas.

 

Aunque los días siguientes siguió yendo a comprobar si su maestro había vuelto, en su interior lo que más deseaba era jugar con sus nuevos amigos.

Pablo conocía varios de los juegos, sin embargo ellos tenían muchos más, Sevilla era una ciudad muy cosmopolita, donde residían gentes de muy diverso origen, eso hacía que los niños practicasen juegos castellanos, vascos, montañeses, incluso algunos italianos. Su preferido era la tala, él ya lo había jugado en su pueblo, pero aquí lo hacían con una segunda fase que desconocía y que le daba más emoción.

 

 

 

CAPÍTULO VII.

Quizá fueran sus ganas de jugar, o que salvo para la música no era muy constante. Tal vez era simplemente demasiado joven o las tres cosas; lo cierto es que cuando pasaron varias semanas sin ver a su defensor, relajó las medidas de precaución, lo más grave era que quedaba todos los días a la misma hora en el huerto abandonado, con sus amigos, era una presa previsible y por lo tanto fácil.

Esta vez eran menos, solamente cuatro, estaban enfadados por las reprimendas y castigos que sufrieron tras la denuncia de Pablo. Se situaron a varios metros rodeándolo.

Como siempre el primero en hablar fue Ortuño:

  • -¡Contemplen señores, ante ustedes el chivato mayor del reino!

  • -¡Déjame en paz Ortuño!- Le respondió Pablo.

  • -Cállese cuando estén hablando sus superiores.

  • -Me callaré cuando los vea.

  • -Se ha puesto chulito el niño.- Dijo Ortuño mirando a sus compinches.- No   te va a servir de nada tu maestro de coro, te vamos a dar tan fuerte que   no llegarás a la catedral esta vez.- Mientras decía esto su mirada era fría   y seca.

 

A pesar de las amenazas, Pablo podía controlarse, no es que no estuviese asustado, sino que esta vez el miedo no le paralizaba, veía que dos de ellos llevaban palos, notó que la voz del líder era tres tonos más aguda de lo habitual, y que Herrera se quedaba algo retrasado y miraba para todos los lados. Por ahí iba a ser, saldría huyendo en esa dirección. Herrera era lento de movimientos y pesaría veinte Kilos más que Pablo, tras varias semanas de juegos físicos se sentía ágil y capaz de regatear a su oponente. Tan solo esperaba el momento idóneo.

Y llegó, una niña llamó a gritos a su madre en una calle cercana, esto distrajo a sus atacantes, sobre todo a Herrera. Al principio no fue directamente hacia él sino a su derecha donde estaba Medrano, dos metros antes de alcanzarlo, giró a su izquierda. Herrera tardó en reaccionar menos de lo esperado, pero Pablo ya estaba lanzado y era más rápido. Llegaron al mismo punto con una diferencia mínima pero suficiente como para que Pablo rompiera el cerco. Ahora era cuestión de correr, antes de doblar la calle, un palo golpeó con mucha fuerza a la altura de su cabeza en uno de los postes de la valla del huerto, en su mente sonrió. Conocía muy bien esa zona, había jugado varias veces al escondite con sus amigos. Sabía que si llegaba con un poco de margen a tres calles al sur, se podría colar por la ventana de una casa abandonada y los despistaría. A la primera esquina, no llegó con suficiente ventaja, Ortuño era rápido. Al llegar a la segunda calle, vió unos cestos apilados, si lograba derribarlos sin pararse, le darían una oportunidad mayor. Los tocó con fuerza pero no quiso volverse a mirar, perdería tiempo. Siguió unos metros más y dobló la esquina, allí estaba la ventana, a su izquierda; se lanzó y entró de un salto, por suerte no había nada debajo, solo el suelo de arena y no hizo ruido. Se quedó parado, no respiró pese a que el pecho le ardía y su corazón latía con más rapidez de lo que jamás lo había hecho. Escuchó los veloces pasos de cuatro personas pasar de largo, respiró al fin pero no se relajó. Había una cuerda en el centro de la habitación, estaba atada en la primera planta y colgaba, en sus juegos, sus amigos la usaban para subir a las ruinas del piso superior, allí arriba estaría más seguro. Trepó por ella y la recogió. Subió aún más y se asomó por la azotea. Justo a tiempo. Por la calle entraban sus enemigos.

  • -Te digo que ha tenido que entrar ahí.- Dijo Medrano señalando la casa   donde Pablo se escondía.

Pensó en saltar a una azotea vecina, pero no vió la forma de hacerlo sin descubrirse.

Herrera entró torpemente por la ventana y dijo que no veía a nadie. Ortuño le preguntó desde afuera:

  • -¿Y en el piso de arriba?

  • -No hay escalera y el suelo está lleno de agujeros.

  • -¿Pero se puede subir o no?

  • -Creo que no, no sé.

  • -Déjame a mí.- Dijo entrando por la ventana,

Pablo lo oyó trastear por la planta baja, sabía que era imposible subir sin la cuerda, sus amigos la usaban como escondrijo y se habían asegurado de ello. Los de abajo discutieron algo más pero él ya estaba tranquilo, se apoyó en pretil y esperó a que se fueran.

 

 

 

CAPÍTULO VIII.

 

  • -Tiene mala pinta, no te voy a mentir.- Dijo Francisco de Antequera.- Ese   chaval está obsesionado contigo.

Su protector había vuelto días antes, lo vió mientras cantaba la Salve del sábado en la capilla de la Virgen de la Antigua. Al acabar lo encontró en la puerta de Campanillas y quedaron para hoy en la plaza del Pan.

Estaba más delgado y pálido, le preguntó qué le había pasado pero él le dijo sonriendo que nada. Solo se disculpó por no avisarle.

  • -Tendremos que entrenar más la esgrima, porque te va a buscar hasta el   final. Sigue jugando con los chavales del barrio, te ha venido muy bien,   estás más ágil y fuerte. Y contento.

Era verdad, estaba creciendo y por fin se sentía mejor consigo mismo. Estar de nuevo con su maestro, le añadía más alegría a su vida. Por si fuera poco le habían ofertado seguir estudiando en la Catedral como mozo de coro, su tiempo como seise acababa al final de año, antes de Navidad. Sería perfecto si eso no le hiciera compañero de Ortuño y los suyos.

Tendría que entrenar más con su palo, le pidió a su maestro que le enseñase a manejar la daga. Él lo descartó, le dijo que si no sabía defenderse con un buen trozo de madera, no lo haría mucho mejor con uno de metal; y que una cosa era golpear al hijo de un rico comerciante que llevaba tiempo buscándoselo y otra muy diferente darle de puñaladas, te destrozará el futuro.

Usaban siete sitios diferentes por toda la ciudad donde practicar, plazas tranquilas, casas, huertos abandonados y una zona en la orilla del río junto a la puerta de la Almenilla, y los alternaban por seguridad.

Ahora que había cogido confianza, Pablo era un alumno hábil y rápido. Además practicaba con la misma técnica que usaba para la música, con constancia y paciencia. Primero despacio, enseñándole a sus músculos el movimiento preciso y después cada vez más rápido pero sin apresurarse.

Por consejo de su maestro, enseñó a sus amigos de juego algunos movimientos. Esto mejoró su posición en el grupo y le ayudó a realizar mejores prácticas.

Hubiera preferido aprender más pero cuando ocurrió lo inevitable se sentía preparado.

 

 

 

CAPÍTULO IX.

A principios de octubre, los atardeceres en Sevilla son espectaculares, la luz vuelve de un rojo intenso las franjas de nubes, alternando estas líneas con otras de un azul brillante. Los tonos van cambiando, a veces tan lentamente que parecen estáticos, otras, tras un parpadeo pareces estar mirando el crepúsculo de otro día.

Pablo sentía este especialmente bello, el digno final de una tarde magnífica jugando a luchar con sus amigos. Bajaba para contemplarlo y por cambiar de ruta, por la orilla del río, venía andando desde la Barqueta e iba ya a la altura del Arenal emocionado por el espectáculo de luces y colores. Entró en la ciudad por el Postigo del Aceite, cerca, la familia Negrón había comprado una casa, que habían derribado para construirse una a la altura de su apellido; mientras, en el solar, los ociosos, que eran muchos en Sevilla, jugaban a los bolos por las mañanas. Ahora cuando ya era casi de noche, solo había una sombra:

  • -Hola Pablo, por fin te encuentro.

El aludido se quedó atónito.

  • -No te sorprendas, solo puedes llegar a la casa del maestro por tres sitios,   y de todos ellos este es el más adecuado para- Ortuño Fox se detuvo un   momento.- para charlar. Así que llevo esperándote aquí varios días. Te   has vuelto tan salincón.

  • -No tengo nada que hablar contigo.

  • -¿De verdad no crees que tenemos un problema?- Su tono era amable   desde el principio.

  • -Yo no tengo ninguno, eres tú el que me atacas sin que yo te dé causa   alguna, Ortuño.

  • -La crueldad nunca necesita motivos, Pablo. Es su razón de ser. Por eso es   tan divertida. Pero ya no.- Su tono se hizo más serio.- Los que antes eran   mis amigos y me adoraban, ahora me evitan. Sus papás, tan amables y   atentos en el pasado, les han prohibido que se me acerquen, no quieren   más problemas con el chantre, necesitan sus futuros puestos en el   Cabildo. Ya nadie me avisa de que estás solo en el patio, ni me cuenta   cuando sales a cantar sin que yo se lo pida; Maldonado, que fue a quien   se le ocurrió lo de tirarte al barro, hoy no quiso quedarse aquí a   esperarte, ni siquiera cuando le dije que se podía ir cuando te viésemos.

      No me digas que no es culpa tuya, no me importa, pero si antes de irme          no cierro esta historia, nada de lo que he hecho en el pasado tendrá                sentido ¿me entiendes?- Se quitó el jubón, lo arrojó a un lado y respiró            profundamente.

Pablo podría haber escapado corriendo, Ortuño era mucho más grande y fuerte que él, cualquiera lo habría justificado, pero estaba cansado de huir, había trabajado y luchado para superar este momento, ahora no se iba a echar atrás.

Sacó el palo con el que estudiaba de la vaina en la que lo llevaba a la espalda, y se lo enseñó a Ortuño:

  • -Para compensar la diferencia de tamaño.- Le dijo.

Su oponente saludó gentilmente y con una sonrisa hizo el gesto de tener una mano atada a la espalda.

 

 

 

CAPÍTULO X.

  • -¡Un crío con un palo!.- Ortuño sonreía con tristeza mientras se limpiaba   con la manga de la camisa la sangre que brotaba de una ceja rota.-¡ Me     ha ganado un crío con un palo!

Pablo, también con manchas de sangre en su ropa, respiraba agitadamente de pié frente a su rival y en sus ojos empezaba a desdibujarse la rabia que un rato antes le había alimentado. No sabía si la lucha había sido corta o larga, había usado todas las técnicas que Francisco de Antequera le había enseñado o eso creía, solo estaba seguro de que la última fue colocar una punta del palo en el hueco de la clavícula y apretar. Su oponente se entregó.

  • -Te has rendido ¿de acuerdo?

  • -No te preocupes, no voy a hacer trampas.- Dijo mientras alzaba la mano   para que le ayudara a levantarse del suelo.

Pablo titubeó unos momentos, pero finalmente agarró la mano de Ortuño y tiró de ella.

  • -Bueno señor Ruiz, no creo que nos volvamos a ver, pero ¿quién sabe? la   vida es caprichosa.- Ortuño salió del solar masajeándose el hombro   Izquierdo.

 

     Al día siguiente, Pablo se enteró de que Ortuño Fox había sido expulsado del coro por vender copias de las partituras de la música de la catedral y que su padre con la ayuda del Duque de Medina Sidonia, su patrón, lo había enrolado de escribano en un barco que zarpaba en tres días nadie sabía hacia donde.

Esa misma mañana, Herrera le había ofrecido un trozo del pastel de piñones que se estaba comiendo.

 

 


CAPÍTULO XI.

En cuanto tuvo un rato libre se dirigió a casa de su defensor, estaba deseando contarle su pelea y todo lo demás, entró en el patio y subió las escaleras, la puerta de la habitación estaba abierta aunque Francisco no estaba allí. Esperó dentro, pero cuando oscurecía cerró la puerta y se fue.

Al salir el patio un hombre gordo, calvo y sucio se colocó delante de él y le dijo:

  • -¿Eres el niño seise?

  • -Sí.- El uniforme de Pablo lo delataba.

  • -Pues andando, quieren verte.

Callejearon hasta llegar a la zona de la Puerta de San Juan y entraron en una casa por un patio. En el extremo opuesto cambió de escolta. Ahora lo acompañaba un joven de mejor aspecto pero no menos peligroso. Lo metió en una habitación con muebles de calidad parecida a los del despacho del deán. Le dijo que esperara y así lo hizo. Había libros de música abiertos sobre la mesa y se puso a leerlos hasta que un hombre sonriente, desde la puerta le dijo:

  • -Ese contiene las últimas obras de Josquin Dez Prés.

Se le acercó, cerró el libro y se sentó tras la mesa.

 

  • -Así que tu eres el seise amigo del que se dice Francisco de Antequera.

  • -Ese soy.

  • -¿Y lo aprecias mucho?

  • -Sí.

  • -Pues entonces vamos a hacer negocios.